Siempre nos quedará París
Brian de Palma aseguró, en la presentación de su Femme Fatal, rodada en París con Antonio Banderas, que “la imagen que tienen muchos estadounidenses de París es la de Gene Kelly y los franceses comiendo queso”. Y la rocambolesca esencia que describe el director estadounidense es, en parte, incuestionable. El séptimo arte ha reinventado la ciudad, su geografía, su historia, maquillándola a sus anchas. Hay un guión para cada película y un París para cada guión. Así, París ya no es Balzac, es Truffaut. No es Rimbaud ni Toulouse-Lautrec, es Jean-Luc Godard, Agnès Varda, Jean Pierre Jeunet o, en el peor de los casos, la visión confitada fabricada extramuros de Francia. Ésa es la tesis de la exposición Paris au cinéma, abierta al público hasta el 30 de junio en el Ayuntamiento de la capital francesa. La muestra, apadrinada por Alain Delon, recorre la filmografía de la ciudad, desde la primera proyección de los hermanos Lumière, el 28 de diciembre de 1895 en el Grand Café del boulevard des Capucines, hasta los Soñadores de Bertolucci.
La exposición –plagada de fotografías, carteles, maquetas y vestidos originales– recuerda que el cine es, desde hace décadas, el mejor embajador de la capital francesa. Y, en efecto, los turistas de todo el mundo siguen llegando a París para trepar por la colina de Montmartre buscando el bar en el que servía Amélie Poulain, suben a pie la torre Eiffel recordando a la Greta Garbo de Ninotchka y se fotografían junto al Moulin Rouge de Toulouse-Lautrec y, desde hace unos años, también de Nicole Kidman.
Quizás los más justos herederos de los pintores impresionistas dentro de la etiqueta Fabriqué à Paris han sido los directores de la Nouvelle Vague y su ruptura con el cine francés de los primeros años cincuenta, anquilosado y anclado en el lirismo de entreguerras. Godard, Truffaut, Chabrol y Eric Rohmer saltaron con virulencia desde la revista Cahiers du cinéma a la gran pantalla, creando nuevas historias que resucitan el París real, las biografías de miseria que se escondían tras las fachadas de Pigalle, de Barbès, de Clichy. Así, el nuevo espíritu desemboca en un título que se convierte en un eslogan para toda una generación de realizadores: Paris nous appartient (París nos pertenece, de Jacques Rivette, 1960).
Al lado de esta nueva ola surgió otro movimiento, bautizado como Rive Gauche y encabezado por Alain Resnais, que aborda el cine desde una perspectiva intelectual más retórica y literaria que sus colegas de Cahiers du Cinéma.
Frente a todos ellos, el poso residual dejado por los productores del gran Hollywood, todavía empeñados en mostrar un París de cartón-piedra, y con unos directores artísticos endeudados hasta las cejas con los diseños del arquitecto Jacques Colombier para los decorados a lo music-hall del film francés Paris Girls, de Henry Roussell (1929). A la cabeza de esta ciudad imaginada, Un Americano en París, de Vincent Minelli, en la que Gene Kelly corteja a Leslie Caron en una serie de bailes interminables, que culmina con una danza catártica de quince minutos que parece una autoparodia de los musicales de la Metro.
Más en la revista Europa.
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